“Nunca será tarde para buscar un mundo mejor y más nuevo, si en el empeño ponemos coraje y esperanza”
Alfred Tennyson
Poeta inglés
Hace más de dos mil años, un hombre y una mujer llamaban angustiados a todas las puertas de Belén. Alguien infinito estaba a punto de nacer para compartir. Un niño en el que se encerrarían todas las claves del mundo. Como cada año ese mismo niño vuelve a llamar a la puerta de cada uno de nosotros, pidiendo que le hagamos un lugar en nuestro corazón. No hagamos como aquella noche en la que no hubo sitio para ellos en la posada, donde cerca del fuego comían y bebían los bien instalados. Sin embargo, los más humildes entre los humildes —los recusados insolentes— fueron los protagonistas de la Navidad.
Se me ocurre pensar que la Navidad jamás se aposentará en la posada, sino el establo de Belén. ¿Quién nació en ese establo? Alguien que no hizo otra cosa en su vida que amar, que no nació sino para que la palabra amor no se le cayera de la boca. Pero ese alguien no hablaba de un amor cualquiera, el amor al que se refería, está por encima de todos los otros.
Quien sabe si la Navidad tiene lugar solo para los marginados, para los agredidos, para los desamparados. La Navidad es el consuelo que alguien que desborda amor, concede a los desprovistos, a los que —según el parecer de los saciados— sirven nada más que de escándalo, de risa, de mofa o de escarnio. No es fiesta la Navidad para felices, sino para los que tienen el alma en carne viva.
La Navidad, no debe consistir en una fiesta de Misa y olla; no podemos circunscribirla a los cómodos límites domésticos de familia reunida en torno al beso, al pavo y al villancico. Eso es una dramática parodia y burlar su verdadero espíritu. Identificar la alegría con el menú y la bullanga de la falsa Navidad, es un atentado al hecho maravilloso de alguien que nació para morir por amor. Por amor a cada uno de nosotros.
El calor del hogar y la compañía, no siempre auténticos, tienden a encubrir nuestros más íntimos sentimientos de soledad y desamparo, que en medio del alboroto y la superficialidad compartida, disfrazamos de nostalgia.
O la Navidad es el don que el Ser Supremo concede a los desprovistos, o no significa nada.
Por eso cuando por la calle veas a un niño perdido que lleva todas las razas sobre su piel, no le llames extranjero, si del amor de una madre que os estrechó contra su pecho, tuvisteis la misma luz; si aún queda un resto de ternura en tu corazón, entrégasela. Cuando por la calle veas a una muchacha con todos los pecados del mundo sobre su alma, no le claves las espinas en su frente, ni los clavos en sus pies; si aún queda un resto de ternura en tu corazón, regálasela. Cuando por la calle veas a un anciano que lleva todas las amarguras y sacrificios de la vida en su interior, no veas en él a un individuo entre la masa; si aún queda un resto de ternura en tu corazón, dásela.
Ese y no otro, es el auténtico espíritu de la Navidad y siendo de este modo, como decía el ensayista estadounidense Hamilton Wright Mabi, podremos exclamar: “Bendita sea la fecha que une a todo el mundo en una conspiración de amor”
César Valdeolmillos Alonso
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