“La ilusión es la hermana menor del desengaño”
Oliver Wendell Holmes
Médico y escritor estadounidense
Hago referencia a esta cita, porque estamos en época de celebrar la festividad que simboliza a un tiempo la mayor de las ilusiones y el primero de los grandes desengaños de la cultura occidental: La conmemoración de los Reyes Magos.
Para un niño, no hay noche que encierre mayor ilusión que esa en la que ha de acostarse temprano, dejar los zapatos bien lustrados con un dulce en su interior y una copita para refrigerio de Sus Majestades, sin olvidar algo para los sufridos camellos, que en sus alforjas, portan los sueños de todos los niños del universo.
Pero ¿Quiénes fueron esos reyes si es que fueron? Y si fueron ¿Cuántos fueron? Por los presentes que nos dicen las escrituras evangélicas que ofrecieron al recién nacido, cabría deducir que pudieron ser tres, en el supuesto de que cada uno portase una ofrenda y las mismas no fueran una dádiva conjunta. ¿Eran reyes, sabios, magos, astrólogos? ¿Eran todo a un tiempo o nada? ¿Si eran reyes, cuales eran y en que lugar del universo se asentaban sus reinos? No eran adivinos, pues de haberlo sido, no hubieran tenido necesidad de preguntarle a Herodes, con las graves consecuencias que para los inocentes, tuvo su visita al tetrarca. Pero puede que fueran tan sabios, tan sabios, que ellos, y solo ellos, supieron ver al Hijo del Altísimo, donde los demás no vieron más que a unos parias dentro de un establo, con un recién parido entre dos bestias: el burro, el animal más humilde del mundo, que simbolizaba la servidumbre con que hacia la humanidad se acercaba el mismo Dios hecho hombre y el sufrido buey, que con su aliento, le daba el calor que le habían negado los hombres.
Son pocas las referencias que de vosotros, queridos Reyes Magos tenemos, pero en cualquier caso, lo que sí se puede afirmar, es que constituís todo un símbolo. Todo en vosotros constituye una mítica alegoría. Es un símbolo el oro que ofrendasteis al recién nacido, metal que para los alquimistas representaba la luz del sol y por tanto fuente de energía y de toda vida; es un símbolo el incienso con que le homenajeasteis, sustancia que se usaba en las ofrendas religiosas orientales en el momento de la meditación o de la plegaria, ya que el fuego purificador, elevaba el humo hasta el cielo, donde los dioses podían escuchar con mayor atención las peticiones que se les hacían; es un símbolo la mirra que le ofrecisteis y con la que le deseabais fortuna espiritual y eterno amor en la emblemática boda que en ese momento establecía el Sumo Hacedor con su propia obra; vuestras distintas razas y procedencias, constituyen el símbolo de la universalidad del recién nacido y hasta vuestras diferentes edades, configuran el símbolo que abarca la eternidad de los tiempos inherente al Creador y su obra.
Por todo ello, quienes bebimos en la fuente de la cultura Occidental, en este tiempo, elevamos nuestras manos hacia ese mundo mágico y desconocido que nos permite acariciar una ilusión.
¿Quién, cuando era niño, no ha tenido la ilusión de hacer un débil castillo de naipes y ha sufrido el desencanto de ver como se le venía abajo? Sin embargo, a pesar de todas las decepciones que sufrimos en el transcurso de nuestra vida, acaso porque el presente no exista y solo sea un punto entre la ilusión y la añoranza, es por lo que aun siendo adultos, necesitamos seguir sintiéndonos niños y no ver las cosas como son. El progreso hacia el camino de la perfección, no sería posible si viendo cosas que aún no son, no nos dijéramos ¿Y por qué no? Porque como decía el dramaturgo Víctor Hugo, “El alma tiene ilusiones como el pájaro tiene alas; y esas ilusiones son las que la sostienen”.
César Valdeolmillos Alonso
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