Yo no quito el crucifijo

viernes, 26 de junio de 2009

La magia del Festival de Granada

“¡Oh, habitantes de Al-Ándalus, que felicidad la vuestra al tener agua, sombras, ríos y árboles! El jardín de la eterna felicidad, no está fuera de vosotros, sino en vuestra tierra; si yo pudiera elegir, este es el lugar que escogería. No creáis que mañana entraréis en el Infierno. ¡No se entra en el infierno después de haber estado en el Paraíso!”
Ibn Jafaya (ss.XI-XII)

Cada año, en los primeros días del verano, cuando cae la tarde y en el mirador de San Nicolás, en pleno corazón del Albaicín, el aire se llena de un suave aroma a jazmín, mientras los últimos rayos de sol arrancan destellos dorados a la Alhambra, la sultana que se perfila vigilante y majestuosa sobre Sierra Nevada, nada hace suponer que tras sus sobrias y poderosas murallas, donde se oculta una de las huellas más fascinantes del arte musulmán, esté a punto de producirse una de las manifestaciones más bellas y hermosas que puede experimentar un ser humano, al hacer germinar en su interior una eclosión se sentimientos, sensaciones y vivencias únicas e irrepetibles: El Festival Internacional de Música y Danza de Granada, que este año celebra su LVIII edición consecutiva.

Un festival concebido como exaltación de la grandeza de la música y la danza, como imagen básica, bien podríamos entenderlo como el conjunto de una serie de espectáculos que se celebra en un tiempo concreto. Las obras maestras de los grandes genios de la música, siempre tendremos oportunidad de poder escucharlas o verlas interpretadas por excepcionales formaciones, en modernísimos auditorios dotados de una acústica perfecta en cualquier parte del mundo. Festivales de este tipo, hay muchos en Europa y en el mundo. Pero en España hay tres concretamente, que son inigualables, irrepetibles; todo un regalo para el espíritu. Dos de teatro clásico: el de Almagro y el de Mérida; y el de música y danza de Granada. Los tres constituyen experiencias excepcionales por su legendario y evocador entorno, por sus escenarios históricos que hacen que el espectador se instale emocionalmente en un mundo, hoy ya imaginario, pero que nos permite experimentar un gozo íntimo irrepetible, que una vez vivido, nuestra sensibilidad lo tornará en una pequeña eternidad.

El 20 de junio de 1959, hice mi primera entrevista para el Festival de Granada, cuando este cumplía su VIII edición. El personaje elegido fue el genial director de orquesta ucraniano Igor Markevitch, que actuaba como director invitado de la Orquesta Nacional de España y quien seis años más tarde crearía la Orquesta Sinfónica de RTVE. Desde aquel momento, no he dejado ni una sola edición de ejercer mi labor periodística como critico, entrevistador y cronista del Festival de Granada. Por tanto, este año cumplo mis bodas de oro con tan sobresaliente manifestación artística y haciendo memoria de las gloriosas jornadas que he tenido la fortuna de vivir en el transcurso de este medio siglo, creo estar en condiciones de asegurar, que tras las muy diferentes etapas por las que esta excepcional manifestación artística, social y cultural ha atravesado, alcanzar la cota de 58 ediciones consecutivas, se debe no solo a las legendarias figuras de la música y de la danza que año tras año, han ido dejando la huella de su genio en las páginas de su historia, sino fundamentalmente, a la grandeza de sus históricos escenarios, evocadores de un pasado en el que funde la realidad con la leyenda.

Asistir a cualquiera de las veladas del Festival de Granada, constituye la celebración de toda una liturgia. Cuando la tarde se va deslizando lentamente y la Alhambra majestuosa se adorna con los dorados resplandores del atardecer granadino, bien sea subiendo por el Campo del Príncipe aspirando la fragancia de las azucenas o accediendo por Plaza Nueva, con la ensoñación romántica al fondo del misterio de una calle tan singular como la Carrera del Darro, que serpeando junto al río, nos permite divisar las ruinas del puente del Cadí, que fuera unión de la Alhambra y el Albaicín y bastión defensivo de esta parte de la ciudad medieval, el hechizo del paisaje se torna cual evocador espejuelo que te induce a evocar esa inmortal “Iberia”, de Albéniz, “Los cuentos de la Alhambra” que en las habitaciones de la épica fortaleza escribiera Washington Irving o en la poesía y música de las tres culturas, arábigo-andaluza y sefardí de Al-Andalus.

Impregnado el espíritu de tan profundas sensaciones, culminarlas en los suntuosos escenarios que nos muestran el esplendor y refinamiento de la dinastía nazarí, recreando el espíritu con la exquisitez francesa de Debussy y Ravel o con la riqueza rítmica del Pájaro de Fuego de Stravinski, interpretada por The London Symphony Orchestra; recuperar al Barenboim pianista, sobre todo si es con una de esas obras que han quedado unidas a su nombre de forma imperecedera, como el caso del Concierto núm. 3 de Beethoven, la interpretación de una obra muy poco programada de Félix Mendelsohn, como la obertura de la música que escribió en 1839 para la representación del Ruy Blas, de Víctor Hugo o el Adagio de la incompleta 10ª Sinfonía de Mahler, que se escuchará por primera vez en el Festival, es tanto como experimentar la sensación de que bajo el cielo de Granada, nace el amor, estalla el gozo en el corazón, fluye el agua y mueren las lágrimas.

Cuando hablamos de los jardines de Al Ándalus, surge la imagen de un lugar evocador que invita al recogimiento y la contemplación, semejante al Paraíso persa del Avesta, el Edén bíblico del Génesis o el Paraíso o Cielo evangélico, conformando todos ellos el concepto de Jardín Espiritual.

Desde la ladera del Cerro del Sol en la que se asienta El Generalife —“El trono de la Alhambra”, como le llamó Ibn Zamrak, el gran poeta de la Granada de Mohamed V— lugar idílico y rebosante de paz, repleto de flores, plantas aromáticas, árboles, surtidores, fuentes, albercas y acequias en el que el agua refleja la arquitectura y la luz se funde con la vegetación transformándola con el paso de las horas y las estaciones. en donde la frondosidad de sus árboles no dejaba penetrar los rayos del sol, y el encanto de sus huertas y vergeles eran bañados por el frescor y la música del agua, sentir la excitación de la hechizante y eterna lucha entre el amor y la magia, entre el bien y el mal de “El lago de los cisnes”, emanada de la riqueza de las bellas melodías de Tchaikovsky, el más admirado compositor de música para la danza que jamás haya existido; dejarse embriagar por el aroma mediterráneo de las cadencias de nuestros orígenes y las norteafricanas de Gnawa, mientras Nacho Duato transita hacia la espiritualidad de la venerada Virgen Negra de Jasnogora y profundiza en su figura como eslabón entre el hombre y lo divino, es penetrar en el profundo oasis de nuestras más bellas y ignoradas emociones.

El alma de Granada se hace presente cuando en la fascinación de sus noches hay en el cielo fiesta gitana de luna y estrellas. “Ni el aire ni la tierra son iguales después de que María Pagés haya bailado”, dijo de la bailaora sevillana el escritor y poeta portugués José Saramago, uno de los inspiradores de Autorretrato, espectáculo donde la Pagés baila su intimidad, embrujada también por la poesía de Miguel Hernández y Antonio Machado, a golpe de soleá, martinete, tonás o alegrías, produciendo a modo de invocación mágica de las flamencas de antes, todo un torbellino emocional.

Cuando se contempla el paisaje que La Alhambra pone ante los ojos del peregrino, las palabras de Federico García Lorca cobran todo su sentido: "Granada es apta para el sueño y el ensueño”. Una vez traspasado el umbral de la Puerta de las Granadas, abriendo cada uno de nuestros cinco sentidos, el espíritu se deja llevar plácidamente a un ensueño vivo, real y presente. Pasear por sus alamedas, recorrer sus murallas y jardines o recrearnos en sus miradores, suntuosas estancias y evocadores patios, abrirá en nosotros un universo de vivencias ignoradas hasta ese momento, atrapando nuestro corazón. Desde sus almenas, nos llegará la visión lejana y el embrujo del Albaicín y el Sacromonte, en donde Granada se hunde en sus raíces con el homenaje que, en un espectáculo concebido por su propia hija, este año hace el Festival al excepcional artista Sacromontano, fallecido recientemente, Mario Maya.

No puede haber expresión más fascinante del embrujo de la noche granaína, cuando esta se viste de plata, que escuchar a una de las más seductoras gitanas de cuantas recorren hoy los teatros del mundo, la célebre y siempre impactante Carmen de Bizet, en la voz de la italiana Anna Caterina Antonacci, de la mano de John Eliot Gardiner, en el Palacio de Carlos V, que según la visión de Antonio Gala, es un "producto del amor" y "regalo del Emperador a la ciudad de Granada", cuando celebraba su segunda luna de miel. "Probablemente, Carlos V e Isabel de Portugal, constituyan la única pareja de reyes, en este caso de emperadores, que haya estado enamorada de verdad", aseguró el poeta.

Aunque solo sea por una sola vez en la vida, alimentar el espíritu con la gran fiesta de la música que es el Festival de Granada, es saturar el corazón con el resplandor de una sonrisa, la ternura de una mirada enamorada, sentir la complicidad de dos manos que se unen en una íntima comunión espiritual en un palacio que, verdaderamente, parece sacado de un cuento de “Las Mil y una Noches”.



César Valdeolmillos Alonso

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